Pensar la globalización de las sociedades es afirmar la existencia de procesos que envuelven a los grupos, las clases sociales, las naciones y los individuos. Evidentemente, es preciso subrayar, existe una historia de este movimiento totalizante. Tiene sus raíces en la expansión del capitalismo en los siglos XV-XVIII, el advenimiento de las sociedades industriales, la modernidad del siglo XIX. El momento actual resulta de un conjunto de transformaciones que ocurrieron en el pasado. Nada más ilusorio que proponer la idea de un mundo «pos» moderno, industrial, tecnológico, etc. Como si existiese una zanja, una ruptura radical, un «antes» y un «después» ordenando la historia de los hombres. Sin embargo, teniendo en mente la continuidad de este movimiento es necesario también comprender su especificidad, su idiosincracia. Al final del siglo XX se cristaliza un conjunto de fenómenos económicos, políticos, culturales, que trascienden las naciones y los pueblos. Son esos fenómenos los que nos permiten hablar propiamente de globalización de las sociedades y de mundialización de la cultura. Vivimos un momento en que nuevos elementos emergen al lado de una potencialización de vestigios del pasado. En ese sentido, la sociedad contemporánea corresponde a una nueva configuración. Formación social que ciertamente posee sus raíces históricas pero que hoy se consolida copio una nueva «meseta». Insisto en la idea de «meseta». Ella nos ayuda a pensar la continuidad y la ruptura. Una meseta, para existir, debe presuponer otros niveles anteriores, el pasado es el suelo en el cual se sustenta. Sin embargo, al transformarse, accede a un nuevo «grado», adquiriendo un nuevo significado, otra dinámica.
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