Agradezcamos por la memoria. No le prestamos atención, a menos que funcione mal. Pero es nuestra memoria la que registra el tiempo y define nuestra vida. Es nuestra memoria la que nos permite reconocer a nuestra familia, hablar nuestro idioma, volver a casa y encontrar el alimento y el agua. Es nuestra memoria la que nos permite disfrutar una experiencia y luego revivirla mentalmente para volver a disfrutarla. Son nuestros recuerdos compartidos los que nos unen como irlandeses o australianos, como serbios o albaneses. Y nuestros recuerdos en ocasiones nos incitan a pelear contra aquellos cuyas ofensas no podemos olvidar. En gran medida, uno es lo que recuerda. Sin la memoria, el almacén en el que se acumula el aprendizaje, no podríamos saborear los momentos felices vividos, no sentiríamos culpa o enojo ante los recuerdos dolorosos. En lugar de esto, viviríamos continuamente en el presente y cada momento sería nuevo. Pero cada persona sería un extraño, cada idioma sería extranjero, cada tarea –vestirse, cocinar, andar en bicicleta– representaría un desafío. Incluso usted sería un extra- ño para usted mismo sin el sentido continuo de su yo que va desde su pasado lejano hasta el presente momentáneo. “Si se pierde la capacidad de recordar, no hay vida”, sugirió el investigador y neurobiólogo James McGaugh (2003). “Sería lo mismo ser un nabo o un repollo”.
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